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La historia de las monjas que reparten alimentos y alivian el viacrucis migratorio en Necoclí

Juan Pablo Mojica (derecha) ingresó al tapón del Darién el 8 de marzo. Lo hizo en compañía de su amigo Ronald Mejía (izquierda) y un ciudadano chino. FOTO WILLIAM SANTAMARÍA
Juan Pablo Patiño
William Alonso Santamaria

Un grupo de religiosas de Necoclí sirven 200 platos calientes, todos los días, para los migrantes que quedaron varados sobre esas playas del Urabá antioqueño.

Juan Pablo Mojica deambulaba por las playas de Necoclí. Prueba de ello es la sombra de un bigote mono y deshidratado que prendía de sus labios; cortarlo implicaba gastar 5.000 pesos en una cuchilla de afeitar, dinero que es mejor invertido en una libra de arroz y un trozo de salchichón.

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Desde que llegó ha intentado trabajar con los pescadores, en la descarga de camiones, en el aseo de restaurantes o en el oficio que le resulte mientras completa el dinero para salir de allá.

La forma sencilla de llegar a esa zona del Urabá antioqueño es tomar un vuelo de media hora desde Medellín hasta el aeropuerto de Carepa. Después, hay que ir por la carretera, que atraviesa los interminables sembradíos de bananos, hasta Necoclí.

La difícil tarea implica gastar la suela de los zapatos por 515 kilómetros desde la capital de Antioquia, con la esperanza de que algún mulero, comedido, se anime a llevarlos. Así le tocó a Juan Pablo y a muchos de los migrantes que permanecen en esas playas del departamento.

Y es que Necoclí es un destino casi obligado para los migrantes que se atreven a cruzar el Tapón del Darién: una espesa selva de 5.000 kilómetros cuadrados compartida entre Colombia y Panamá.

De acuerdo con el Servicio Nacional de Migración de Panamá, en los primeros dos meses de este año han logrado cruzar 31.000 migrantes por el Darién desde el lado colombiano.

El éxodo, como lo conocemos, comenzó con la decisión del faraón egipcio que condenó a los israelitas a salir en busca de “la tierra prometida”. Justamente, los migrantes del siglo XXI, específicamente en el Darién, tienen causas similares: en su país de origen aguantaban hambre y solo la llegada a Norteamérica, dicen ellos, les garantiza un trabajo estable y el bocado de comida para sus familias.

En la playa los migrantes recuperan energías, acostados en hamacas, colchonetas o en la arena. Tienen que reservar alientos para las caminatas de hasta 13 días que les lleva cruzar la selva, bajo los 33 grados de temperatura que suelen sentirse allí. Solo se levantan cuando ven a alguien pasar, para pedir caridad y ayuda. Así sucede cuando pasan las monjas que, cada vez más conocidas en la región, caminan repartiendo comida en el Darién.

“Madre, tengo hambre”, “mi señora, mi hijo está enfermo. Tiene diarrea”, “madre, ya no quiero cruzar, ayúdeme a regresar a mi país”, “Llegamos hoy y no hemos comido nada”, “Estoy triste, ¿usted me aconseja?”, son las súplicas de los migrantes al paso de las mujeres religiosas.

La hermana Diana Patricia Sánchez Martínez es una de las monjas que atiende a la comunidad migrante de Necoclí. Ella, junto a las demás hermanas Franciscanas de la Inmaculada, se encarga de gestionar la logística para preparar y repartir 200 almuerzos todos los días.

Robos, extorsiones, violaciones, acantilados, serpientes, enfermedades tropicales y hasta minas antipersonales son los elementos que rodean el periplo de los migrantes por el Darién. Aún así, son cientos de viajeros los que llegan a diario hasta Necoclí.

Llegar al Urabá es solo una de las estaciones del viacrucis migratorio. Sobre las playas están asentados haitianos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos chinos y africanos. Su estadía termina el día que recogen los 300.000 pesos que vale cada tiquete de lancha para ir hasta Capurganá o Acandí (en el Chocó).

Desde el 2021 –año en el que se registró la primera crisis migratoria en Necoclí- las hermanas Franciscanas, Juanistas y Dominicas procuran dar un empujón a los viajeros que solo quieren llegar al Norte.

“Cuando salí de mi casa en Táchira empaqué dos pares de panela y un bocadillo. Eso fue todo”, recordó Juan Pablo y añadió: “Esa comida no me duró nada y mi pensamiento era que me iba a rendir todo el viaje. Gracias a Dios he dado con personas buenas que me brindan la mano”.

Juan Pablo tiene 18 años y salió de Venezuela por temor a ser reclutado por una de las bandas criminales que opera en la frontera. Desde que está en Necoclí presta atención al paso de las monjas por la playa.

“Nuestras jornadas empiezan todos los días a las 9:00 de la mañana, vamos a comprar los alimentos y nos trasladamos hasta la cocina para iniciar con la preparación”, recordó la hermana Gloria.

Las religiosas se dividen las tareas. Mientras unas pican verduras y sazonan carnes en la cocina, otras van a la playa a buscar a los migrantes hambrientos. Los escuchan.

“Hacemos también un acompañamiento espiritual, muchos migrantes vienen y abren sus corazones para contar sus realidades. De esa manera descubrimos sus necesidades y empezamos a gestionar con otras organizaciones”, señaló la hermana Diana.

Así, por ejemplo, conocieron la historia de una haitiana que dio a luz en la selva del Darién. Gestionaron su regreso hasta Necoclí y la hospedaron hasta que la mujer decidió volver a la selva con su niño en brazo de seis meses.

“La realidad que hemos encontrado es muy dura porque este es un paraíso a la que la gente aspiraría venir y ahora está llena de migrantes. Ellos viven una situación muy difícil porque algunos ya vienen desnutridos porque vienen de recorrer otros lugares de Latinoamérica. Hay necesidades de salud, alimentación y ayuda espiritual”, señaló María Inés Espinosa, directora de la Fundación Ayuda a la Iglesia que Sufre, organización pontificia que ayuda a las hermanas de Necoclí.

Sobre las 3:00 de la tarde, una fila de migrantes se agrupó sobre un salón cerca al parque principal. El vacío del estómago y un olor a fríjoles rancheros los llevó hasta allá.

Entre los migrantes estaba Juan Pablo, quien terminó su plato de fríjoles y agradeció, pues era la única comida del día. Regresó a la playa y se refugió dentro de una lancha pesquera: debía guardar energías porque dos días después se internaría en el Darién.

 

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