POR EDISON FERNEY HENAO H.
Divisaderos de Itagüí y Sabaneta se suman a la ruta de destinos para avistar el Aburrá. Conozca sus historias.
TOMADA DE:https://www.elcolombiano.com/
Jerónimo Luis Tejelo fue el primer conquistador español en sucumbir ante las estribaciones del Aburrá en 1541. Después lo harían Francisco Herrera Campuzano, fundador del poblado de San Lorenzo de Aburrá, y los colonos provenientes de Santa Fe de Antioquia, que establecieron la Villa de Nuestra Señora de La Candelaria. De la anterior vida prehispánica, la posterior conquista y las aguas que desde allí corrieron serían testigos esos morros colosales que tiene el valle, conocidos hoy como Cerros Tutelares.
Desde las planicies del Aburrá, el último valle interandino de la Cordillera de los Andes, pueden observarse formaciones que sobresalen en el relieve. El paisaje, tejido a partir de sitios y significados heterogéneos, ha cambiado constantemente. Las tradiciones y creencias se han mezclado. Y los divisaderos, que eran necrópolis y puntos de adoración e intercambio comercial para los indígenas, ahora son escenarios de peregrinación católica, rutas para hacer deporte o balcones de esparcimiento que ofrecen una vista privilegiada del valle.
El Aburrá cuenta con siete Cerros Tutelares (ver Opciones). Sin embargo, al sur se yerguen las crestas de dos cerros poco conocidos, que se miran como un par de enamorados: La Montaña que Piensa, en Itagüí, y La Octava Maravilla, en Sabaneta. Buscamos sus historias y personajes. Esto encontramos.
La Montaña que Piensa
Un matrimonio entre godos y manzanillos sentenció el porvenir de la vereda El Pedregal, en Itagüí. La Violencia, periodo en el que la sangre derramada entre compatriotas arrugó las entrañas de la nación, no impidió que una conservadora y un liberal juraran votos ante el altar, y luego emprendieran un proceso de alfabetización veredal. Sin tal matrimonio, seguramente, usted avistaría hoy un panorama diferente al ascender hacia este balcón del sur del valle.
Magaly Dávila, presidente de la JAC de El Pedregal e hija de Manuel Dávila Tobón, el liberal que cedió al amor y se convirtió en uno de los impulsores del desarrollo veredal, cuenta que desde hace más de 20 años El Manzanillo, pico que cubre la vertiente occidental del valle y hace parte del cerro El Barcino (una formación montañosa mayor), ha sido confundido con La Montaña que Piensa.
“El nombre de La Montaña que Piensa nació, en principio, gracias a Gustavo Ocampo -artista plástico del lugar-. Él se embarcó en la tarea de construir un teatro en la vereda y lo logró. Después buscó a Manuel Dávila, mi papá, y le pidió que le ayudara a encontrarle un nombre”. El mayor de los Dávila, que aún vive, le respondió a Ocampo: “Aquí puedo respirar y caminar; este lugar me permite pensar”.
Desde entonces, así se bautizaría el teatro y luego la montaña. Al preguntarle por el nombre El Manzanillo, Magaly explica que no hay claridad sobre su origen. Agrega, sin embargo, que en la vereda hay un mito, pues “aquí hay mucho árbol manzanillo, y ese, dicen, fue el tipo de árbol del que Judas Iscariote se colgó”.
Pedro Dávila, hermano de Magaly, relata por su parte que de la mano de la Iglesia se hicieron misiones y se formó desde la década de los 60 lo que ahora es la parte más alta de El Manzanillo. Allí se visita una cruz y en mayo se rezan los mil jesuses. Afirma, también, que en el cerro hubo presencia de indígenas, pues han encontrado rastros de guaquería, que dan cuenta de excavaciones en la zona.
Al respecto, el arqueólogo Pablo Aristizábal describe que en el monumento de Los Tres Dulces Nombres, ubicado en la Loma de los Zuleta (vereda que limita con El Pedregal, donde se ubica la cima del cerro), se han encontrado depresiones por guaquería, lo que evidencia la existencia de posibles tumbas. Agrega que hay unos organales, “como unas cuevas que no han sido exploradas a profundidad”, y que por allí pasa el camino que iba de Guayabal a Las Salinas de Guaca, hoy Heliconia, que tanta riqueza les valió a los españoles.
La Octava Maravilla
Más de 400 años pasaron entre la visita de Tejelo y la de un santo padre a Medellín. Si bien Pablo VI ya había llegado a Colombia e, incluso, besado el suelo de estas tierras, la ciudad no había recibido a un papa. Juan Pablo II dejaría Roma en 1986 para visitar un Aburrá que se abría a las ideas y se perfilaba como punto clave en el desarrollo industrial del país. Entonces, las montañas de este valle no estaban tan pobladas y había menos habitantes y carros y edificios altos. Caminaba, también, el proceso de paz con la guerrilla del M-19.
Gilberto Guzmán, habitante de Las Lomitas, Sabaneta, cuenta que desde su casa presenció cómo la peregrinación por la visita del papa transformó a Medellín en un “río de hormigas blancas”, pues casi todos los habitantes de la ciudad se volcaron a las calles para saludarlo.
De la visita del pontífice se tuvo noticia, los diarios locales y nacionales bien lo registraron. Lo que pocos supieron, quizá, es que desde La Octava Maravilla (como hoy le llaman) Juan Pablo II ya custodiaba el porvenir de este valle. Para la fecha, una certificación del Vaticano, con sello y firmas, bendecía a “Gilberto Guzmán, Señora y Familia”. Y, por la ubicación del cuadro, a todo el Aburrá.
Los habitantes de Las Lomitas, expresa Guzmán, “son gente de fe” (ver Paréntesis). No levantaron un monumento en honor a la Virgen de La Candelaria, como se dispuso en el Pan de Azúcar, pero se hicieron merecedores de los favores de otra virgen. Pablo Baena, habitante y conocedor de la tradición oral de Sabaneta, cuenta que La Romera y La Catedral, parajes que circundan la vereda, aportaron las maderas necesarias para construir el techo y los adobes que componen la Catedral Basílica Metropolitana, templo católico consagrado al dogma de la Inmaculada Concepción.
Al indagar por el nombre del lugar, Baena narra que este balcón representa la ironía característica de los antioqueños: “A este lugar lo nombraron Las Lomitas, irónicamente, debido a su inclinación. De hecho, existe un punto que se llama la Loma del Asfixiadero, que deja a cualquiera sin respiración”. Actualmente, este divisadero es mejor conocido como La Octava Maravilla, debido a un establecimiento que se ha popularizado en el lugar.
Ambos cerros, separados por edificios, fábricas y autos, han presenciado, silenciosos, las historias del sur del valle. Magaly, que creció “al pie de El Manzanillo”, cuenta que durante la pandemia la montaña se convirtió en un respiro, pues locales de Itagüí y habitantes de todo el valle aprovecharon su pico y cédula para escapar del encierro. Quién diría, entonces, que estos dos divisaderos también serían testigos de cómo los “Aburráes actuales” escaparon de sus casas, y huyeron a donde nace la vida, como arma de combate en plena pandemia.
Jorge Vásquez, del Grupo HTM (fundación que trabaja por el desarrollo sostenible local y regional), recomienda habitar el fondo del valle y cuidar los cerros y suelos periurbanos. Precisa, además, que es importante hacerle frente a la expansión de la urbanización formal e informal. De lo contrario, si esta sigue trepando, voraz, sobre los cerros, no habrá Cristo Redentor, ni Inmaculada, ni pontífice que valga. Y poco quedará de lo que avistaron Tejelo y Juan Pablo II cuando pisaron el Aburrá por vez primera
CONTEXTO DE LA NOTICIA
PARÉNTESIS
CAMBIOS CULTURALES
En gran parte de los cerros del Aburrá se levantan, actualmente, monumentos y otras simbologías religiosas. Es el caso de los cerros Pan de Azúcar, con la Virgen de La Candelaria, el Cristo Rey del Picacho, el Redentor del Salvador, las Tres Cruces, entre otros. El arqueólogo Pablo Aristizábal explica que ello se debe a un sincretismo religioso. Es decir, en el Aburrá se mezclaron las religiones prehispánicas con el cristianismo: “Se siguen adorando lugares que eran sagrados para los indios, pero en otro sentido, como se aprecia hoy con