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Claudina, la abuela de 112 años que celebra mañana su cumple

GUSTAVO OSPINA ZAPATA
En una vieja casa campesina en las montañas de Santa Fe de Antioquia está la morada de esta matrona paisa que aún goza de buena salud y mucha lucidez. Su historia.
Archivo:ElColombiano.svg - Wikipedia, la enciclopedia libre
En una casa campesina a unos 2.000 metros de altura sobre el nivel del mar, en las montañas del Occidente antioqueño, vive la que podría ser la mujer más adorable de Antioquia: se llama Claudina Higuita Borja, tiene 112 años, fue madre de 10 hijos y lo único que padece es sordera, aunque no tan avanzada como para no percibir, después de dos o tres intentos a todo pulmón, alguna pregunta sobre su pasado o su vida, tan cargada de historias como de curiosidades y gestas.

Sus padres, Aniceto Higuita y Estefanía Borja, la trajeron al mundo en la vereda Los Naranjos, de Buriticá, el 30 de octubre de 1910, y hoy habita en la vereda La Aldea, perteneciente a Santa Fe de Antioquia en los límites con el municipio de Giraldo.

La casa donde vive tiene a lo mejor más de 120 años: sus muros son de tapia y aún funciona con el fogón de leña, donde a sus hijas les encanta preparar sancocho y asar arepas de “pilao”, ya muy escasas en los campos de Antioquia.

Que los muros de la casa estén bien no es tan sensacional. Lo maravilloso está en la condición humana y de Claudina, a quien a juzgar por sus capacidades y lucidez, se le quedó extraviada la longevidad en un recodo del tiempo.

“La última vez que se enfermó fuerte tenía 90 años, creímos que era el fin porque estuvo muy grave, la hospitalizaron, pero de repente se recuperó y siguió siempre con buena salud”, recuerda su hermana Laurentina, de 90 años, que valga decir no aparenta ni los setenta.

Envuelta en una piel morena marcada por el sol de las montañas, Claudina sorprende cuando toma una enciclopedia y de repente empieza a leer uno a uno los párrafos de un cuento. Se llama El Paisaje, de Antonio Gamboa, y dicen sus hijas que es el preferido de su legendaria madre cuando se sienta en una silla del corredor de la casa.

“De tanto mirar las nubes, cambiando de colores, en los atardeceres apacibles del valle, de tanto ver la luz rosada en el nevado, lentamente el anciano se convirtió en paisaje”, dice el relato en su primera parte.

Era muy amplio

Los secretos de su buena salud a semejante edad pueden ser indescifrables. Sus hijas se los atribuyen a que le tocó trabajar desde pequeña en las labores del campo, pues quedó huérfana a los tres años y desde niña su abuela la hacía laborar duro atendiendo a los empleados de la finca. Para colmo, se casó a los 18 y a los 58 ya estaba viuda y con diez hijos por los cuales luchar.

“A ella le tocó asumir todo, porque mi papá murió joven, entonces ella era la que ordeñaba las vacas, la que cultivaba y la que conseguía todo para mantenernos”, relata Dioselina, de 70 años. Claudina tiene en la memoria los recuerdos del hombre con quien llegó al altar en la propia Catedral de la Ciudad Madre. Se conocieron en los campos de El Llano, otra vereda cercana a La Aldea, y fue cuestión de meses para que el amor se materializara en el matrimonio y en los diez hijos que llegaron en chorrera después.

“Él me quería mucho. Yo también. ¿Por qué lo quería?, porque era mi esposo”, dice con una voz que sale como ahogada desde adentro pero que suena clara, tierna.

Él se llamaba Luis Alberto Robledo, santafereño, y también se dedicaba a la agricultura. En la casa de La Aldea el tiempo parece detenido. Aunque no todas viven con ella, a Claudina la acompañan sus hijos Laurentina (de 90 años); Luis (de 83), enfermo y postrado en una silla de la que no se mueve hasta que sus hermanas lo llevan de su habitación a los corredores; Dioselina, la menor, de 70; y Ana Leonisa, de 82. De sus hijos también sobreviven Alicia, de 75; y Manuel, de 77. Ya murieron Virgelina, Martín, Rafael y Gerardo, este último hace tres años.

Claudina, tan adorable, los va enumerando uno a uno con la ayuda de sus dedos. Y de pronto el nombre de su esposo Luis Alberto se le enreda en la lista de los hijos o a Gerardo lo nombra como su esposo. La confusión no le resta méritos a su lucidez. Al contrario, la envuelve en una aureola de inocencia que arrebata sonrisas a quienes están alrededor.

En su bosque

Para llegar hasta su casa hay que llegar a Santa Fe y tomar los primeros tramos de lo que era la antigua vía al mar, que lleva a Urabá. Es una carretera destapada, con abismos, a más de una hora del pueblo si es verano o al triple de tiempo si llueve.

Cuando se llega a su morada, uno resulta como envuelto en un cuento. Hay vacas, gallinas, mangas y árboles. Y a cien metros se aprecia la casa, de paredes blancas y como perdida en un bosque. Y Claudina está o en su habitación o en los corredores, sentada en la silla de mimbre con un libro en sus manos. “Es el libro que siempre le damos, ella lo pide y se entretiene horas leyéndolo”. Es un tomo de cuentos con dibujos de paisajes.

Claudina camina por su cuenta apoyada a las barandas de madera que separan el corredor del jardín. Aunque sus hijas quieren ayudarla, a ella le gusta la autosuficiencia y hasta las cosas más complejas las intenta sola.

“En algunas cosas la ayudamos, pero ella no deja ni que le pongamos pañal. A veces no la vemos en la cama y cuando menos pensamos, está en el baño”, cuenta Dioselina, que es una de las hijas que retornó a su casa luego de casarse, parir varios hijos y enviudar. Es quien más se ríe de sus ocurrencias: “Una vez me dio una pela que me sacó hasta sangre”, cuenta entre risas. Claudina, en cambio, asegura que nunca las tocó.

“Ellas eran muy juiciosas y muy trabajadoras”, afirma.

Su risa la acompaña con el brillo de un diente de oro que dice que se regaló ella misma hace muchos años. Lo mismo sostiene sobre dos aretes de oro de filigrana que cuelgan de sus orejas y que niega que se los haya regalado su esposo. “Esas las compré yo con mi plata”. Ninguna de sus hijas, que al parecer no tienen la memoria prodigiosa de Claudina, saben decir cuándo se hizo ella a los aretes y tampoco recuerdan si fue obsequio de Luis Alberto.

“Misericordia”, “Misericordia”, es la palabra que más suele repetir Claudina en las conversaciones. Mira fijamente a los ojos de quienes están alrededor y de repente ríe.

“Luis Alberto era muy amplio, a todos les daba comida, que nadie se quedara con hambre”, suele decir también.

Y cuando todo es calma, continúa con las lecturas:

“Se despidió confuso de todos sus amigos, dejó razones vagas para sus familiares, quemó cartas que un día olieron a violetas, y se integró al proceso secreto de la tarde”, dice la segunda parte del cuento El Paisaje, que ella lee con pasión siguiendo cada línea con su dedo índice, solo para guiarse y de pronto no perderse en el laberinto de las letras.

204 años suman las edades de Chavita y Herminia, que son orgullo para su pueblo.
145 bisnietos hacen parte de la descendencia de esta adorable anciana paisa.

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