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Gustavo y Jalisco son los “Rappi” en camino veredal de Titiribí

Gustavo y Jalisco llegan al destino para descargar la pipeta. FOTO: MANUEL SALDARRIAGA

POR JUAN DIEGO ORTIZ JIMÉNEZ

Aislados por la precariedad de las vías, se encargan de repartir las provisiones en la Falda del Cauca.

Nada es tan esperado en la Falda del Cauca como el momento en el que Gustavo y Jalisco bajan por la media loma para entregar, casa por casa, los encargos que les hace media vereda.

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El viaje es una meditación silenciosa por los caminos de ese paraje que se levanta desde el cañón del río hasta los farallones y cuchillas montañosas, en los que se escuchan los cascos ligeros de Jalisco y la conversa desprevenida de Gustavo.

Podría decirse que es el último vecino que queda en pie en esta vereda del corregimiento La Otramina, en Titiribí, donde dos siglos atrás, a punta de vetas, hornos de reverberos y fundiciones, se forjó la fortuna más grande de Antioquia en esos tiempos, la del matrimonio entre Coriolano Amador y Lorenza Uribe. Hasta banco propio tuvo el emporio.

Del esplendor de otrora no queda ni rastro en la senda que recorren Gustavo, de 74 años, y Jalisco, emisarios para ir al pueblo, comprar los víveres, las pipetas de gas, el abono para los palos de café y los cultivos, los bultos de cemento y hasta la leña.

Todo va bien amarrado, con las mismas vueltas que a veces da la vida, en la enjalma del animal que de tanto andar ya perdió el afán.

—Siempre hay una primera vez, Maruja. Venga para que salga por el talavasor, dice Gustavo, que se equivoca adrede para que su vecina se ría. —Toca dejar la pipeta bien templada, la última vez se volteó con enjalma y todo por allá abajo. Había quedado floja la cincha, recuerda Gustavo.

En la casa de Maruja arranca el camino para la Falda del Cauca. Gustavo llega a la carretera, amarra suelto a Jalisco para que pueda pastar y se va al pueblo a comprar los encargos. Un hijo le regaló el caballo hace cinco años para que pudiera esquivar el pantanero en invierno, cuando el agua escurre desde lo alto y anega el paso.

—¿Está malo el camino?, pregunta Maruja.

—Pero del todo, responde Gustavo.

—Y eso que está bueno. En invierno es imposible el trajín.

—Ya uno está enseñado, pero es duro, con carga no hay por donde meterse.

Las lluvias son el preludio de la época de mayor olvido en la montaña. A los caminos azarosos, las quebradas que se envalentonan y los barrancos desmoronados, se le suma la carga de los muchos años vividos, las enfermedades y la espera, sin remedio, de la hora de partir.

La vereda quedó repleta de abuelos porque los jóvenes se cansaron de esperar que la vida los atrapara en la loma.

—Casi todos somos viejos por acá. Lo maluco en el campo son los caminos y uno que cada vez tiene más años. Cada día será más difícil salir, reconoce Luz Mila Giraldo, otra vecina de la Falda del Cauca.

Juan Bautista Vélez, por ejemplo, tiene 87 años. No ve por un ojo y la otra vista la está perdiendo. Su esposa pasaba el día en una silla de ruedas desde que empezó a depender de una cánula de oxígeno. Hace más de dos años que no sale de la casa ni para los controles médicos. Para colmo de males, se cayó en el corredor y ahora poco se para de la cama.

—Pa’rriba y pa’bajo con un enfermo por acá es imposible, y terciada no se puede sacar. Uno está esperando que llegue aquella. Vivo despreocupado ya, uno con esta edad, qué esperanzas quedan. Ya estoy muy cerquita, dice sin rodeos Juan Bautista.

Otro cuento es el de María Berenice Quiroz, a quien hace cinco años le dio un aneurisma que casi la mata. Con la ayuda desesperada de los vecinos, templaron una sábana en dos guaduas, la acostaron y arrancaron con ella haciendo travesía por los potreros. Eran las dos de la mañana. A veces se carga entre cuatro; en otros tramos, solo dos, depende de qué tan amplia sea la brecha. Si de día es difícil, imagínese de noche, con un moribundo en pleno monte.

—Para llegar a la carretera tengo que apoyarme en un palo y que mi hija me lleve. Sola no puedo salir para ninguna parte, lamenta María Berenice.

El diluido esplendor de La Otramina también se evidencia en sus caminos. Habitado por los sinifanaes, que eran gobernados por el cacique Titiribí, el poblado se llenó pronto de aventureros en busca de filones brillantes, casi todos siguiendo las corrientes del Cauca y las quebradas la Amagá o la Sinifaná.

El sendero que bajaba por la vereda, recuerda Juan Bautista, era el camino real que llegaba a la ribera del Cauca, donde quedaba un embarcadero para pasar a Concordia y seguir por todo el Suroeste. El tiempo terminó enterrando el cruce de los caminos.

—Ya por acá no pasa nadie, lo ocupan muy poquito y los fregados somos nosotros. Gustavo es el que nos trae la carga, si se enferma él o el caballo, ya no nos pueden mover nada, sentencia Juan Bautista.

Por eso el cansino andar de Gustavo y Jalisco es tan esperado en la Falda del Cauca. Las 15 casas desperdigadas en ese trecho de senderos destapados se ilumina cada tanto cuando el dúo dinámico corona los recovecos y el domicilio llega. Guandolo y melaza son la recompensa para los que llevan la esperanza en ese paraje, en el que el olvido se tragó hasta los días cuando todo lo que brillaba era oro

 

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