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Conozca a Gildardo Montoya, el que creó “El arruinado”

La de Gildardo Montoya es una obra musical marcada por el ingenio y la picardía. Foto: Cortesía Familia Montoya Cruz.

ÁNGEL CASTAÑO GUZMÁN |

Picardía, parranda e ingenio verbal son algunas de las ideas asociadas con la obra del autor de “El Arruinado”.

TOMADA DE:https://www.elcolombiano.com/

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Gildardo Montoya Ortiz es alumbrado, novenas, pesebres, fin de año. Pocos pies conservan la quietud de la piedra al oír el punteo y las líneas de apertura de El gitano groserón: Ese español malicioso, ay/que canta en el entejao/ como huele de maluco, ay/debe ser que esta cag…, ay.

La suya es una historia con los ingredientes para entrar al parnaso de los mitos pop. Tiene el elemento del hombre hecho por sí mismo. Después de ganar un acordeón en un sorteo rompió el destino decretado a un campesino oriundo de Palermo, corregimiento de un municipio lejano –111 kilómetros hay de Támesis a Medellín–. El ascenso fue meteórico: su trayectoria comenzó a los 20, 21 años. Pasó de ser el pregonero de una plaza de mercado a ocupar el cargo de director artístico de Codiscos.

Y, por supuesto, tiene el rasgo trágico: la muerte lo arrebató en la cresta de la ola. La moto Honda 350 –aparece en la tapa del Lp El cantor picante– no resistió la embestida de la camioneta: una mujer pasó por alto un PARE y segó la carrera de uno de los mejores letristas antioqueños del siglo pasado –si no el mejor–. Montoya murió en la Políclinica de Medellín mientras su parrillero, Darío Valenzuela –el brujo de la consola– pasó un mes en cuidados hospitalarios.

El final de una vida, el inicio de una leyenda. En el folclore colombiano Montoya es una figura del tamaño de Guillermo Buitrago, José Barros, Rafael Escalona. La gloria del artista parece engañar la muerte, al menos posponerla. La obra lo contiene, simula disminuir el efecto corrosivo del reloj. Un engaño confortable, a fin de cuentas.

Cada año, desde mediados de octubre, mientras en Antioquia y el Eje cafetero la voz del compositor y músico Gildardo Montoya revive y se desborda en cafés, buses, almacenes de ropa, farmacias, discotecas, Silvia Cruz se repliega, hace del hogar un fortín. “Poco me gusta salir en diciembre porque por toda parte lo oigo. A mí diciembre no me gusta ni cinco”, dice, vehemente. Para los demás él encarna la picardía, el genio, los festejos, la pólvora, el aguinaldo. Para ella significa el amor truncado, la viudez temprana, la crianza en solitario de tres niños, la lucha por las regalías, a veces escamoteadas. “Gildardo a mí me marcó”.

Ni para menos: fue su primer y único novio. Lo conoció en 1963, ella vivía en Manrique, él en Aranjuez. La fama de galán lo precedió. Montoya –según la cronología hecha por Fabio Nelson Ortiz– había grabado en Discos Fuentes Aguinaldo al escondido, Los reyes magos, María Victoria y Martica.

Tras un noviazgo de tres años, y a pesar de la promesa-amenaza de ser el novio eterno, pidió la mano de Silvia. Igual al Toño del madroño y las guayabas, Gildardo Montoya se casó. Lo hizo en la parroquia Santo Sepulcro, de Manrique. Con el tiempo, le compuso a la esposa Piel de Luna y Grítalo, interpretado por el ecuatoriano Julio Jaramillo. Siete años duró el matrimonio. “Me daba miedo tanta felicidad. Cada día era mejor. Quince días antes del accidente yo le dije a una amiga: a mí me da miedo tanta felicidad”, rememora doña Silvia, sentada en una poltrona negra. Los paraísos son fugaces.

La silueta Gildardo Montoya es una hilacha para Wilmar y Lina Marcela –dos de sus tres hijos–. Un fragmento tejido por las voces de la madre, los tíos y los colegas del padre muerto a los 37 años. Memorias prestadas.

En la casa de la familia Montoya Cruz –Belén Las Mercedes–, Lina Marcela trae dos recuerdos de los pasadizos del hipocampo: entre carcajadas, las manos paternas la hacen saltar en el colchón de la cama matrimonial. De inmediato, doña Silvia descarta la escena: “Usted estaba muy pequeña cuando él murió”. El segundo recibe el beneplácito materno: el autor de El arruinado la dejaba jugar en el comedor con pollos asados hasta dejarlos hechos puré.

Ella estaba muy chiquita al momento del accidente: tenía un año y seis meses. Wilmar –en los circuitos bohemios de Medellín se le conoce con el diminutivo de Montoyita– pelea sin fortuna con la mente: ninguna imagen nítida llega: “Estaría mintiendo si dijera que me acuerdo patente de mi papá”. La orfandad lo alcanzó con cuatro años. Para su prole, Gildardo Montoya es el mito, el acento picante,

Los primeros días de diciembre el ringtone del celular de Wilmar Montoya era Como yo soy tan raro. El tema fue grabado en 1972 por Gildardo Montoya y su Conjunto. En 2011 Puerto Candelaria –ganador del Grammy Latino– hizo una versión: le confirió aires circenses. A su vez en 2019 el argentino Miguel López –de fuertes raíces tangueras y del rock– grabó un cover melancólico, con guitarras lentas y cadencia triste. Lo incluyó en el disco Mi lágrima Número 100, al lado de canciones de Sandro y del poeta Conrado Nale Roxlo.

Los versos de Como yo soy tan raro son en apariencia un divertimento. La verdad es otra: el yo poético se aleja del mundo y al hacerlo produce perlas de surrealismo montañero: Como yo soy tan raro a mí me gusta todo al revés/ Compro la ropa en la cantina y a la farmacia voy a beber/ A mí me gusta dormir parado y caminar en un solo pie/ Me gusta el dulce que sea salado y me gusta el dueto que sea de tres.

El sistema de cosas le resulta incómodo, estrecho, por eso lo impugna, lo pone patas arriba: Me gusta el día cuando es de noche para de día yo trasnochar (…) Me gusta todo y nada me gusta, no soy miedoso y todo me asusta.

Los aciertos de Gildardo Montoya no son simple coincidencia. El vocablo cantautor –justamente romantizado– le calza perfecto. En su repertorio hay objeciones teológicas y sociales –Plegaria vallenata, Maldita Navidad–, registros de la idiosincrasia hiperbólica de la gente del campo –La trilogía del Arruinado–, humor en su quintaesencia salvaje –El gitano groserón, Dele por ahí, El Trovador del Valle–, bocetos paródicos de las clases y los rituales sociales –El corbata gastador, Te casaste, Toño–, melodías para bailar –En el tren de seis, El barrilito–.

Darío Montoya –hermano de Gildardo y poeta cobijado por el seudónimo de Óscar Sutero–, en la entrevista del libro La música parrandera paisa, del investigador y médico Alberto Burgos, relató una anécdota que revela la consciencia de Gildardo sobre la valía de su trabajo: “Gildardo era un poco pedante como compositor; él tenía un modo de hablar tocándose la mejilla izquierda, y decía: José Barros es una lumbrera, pero yo tampoco me le quedo atrás. Una vez delante de Jairo Paternina, yo le dije: Gildardo, no diga eso, que eso es muy maluco. Entonces Paternina aseveró: Déjelo que hable, que tiene toda la razón”. No fue el único en ponderarlo: lo hicieron los hermanos Bedoya, José Muñoz, entre otros.

El genio del artista consiste en ver y decir lo apenas balbuceado por el resto. Tras visitar en compañía de José Muñoz una finca en Girardota y presenciar las afugias del anfitrión para ofrecerles algo de comer, Montoya le preguntó de la nada al colega: “¿Ya lo montó? José le respondió: ¿Monté qué? ¿No ves a este que tenía esto pero no de esto?”, narra Wilmar Montoya, quien dice haber conocido el relato de labios del relicario Muñoz. En los 27 de kilómetros del viaje de regreso a Medellín, Montoya escribió la célebre obra: Si hubiera olla le hacía agua dulce/ ¿Pero yo qué hago si no hay panela?/ Si hubiera fogón le fritaba carne/Pero disculpe, no hay cazuela.

Un ejemplo más: doña Silvia Cruz recuerda la mañana en la que al de salir del baño Gildardo le anunció el surgimiento de una idea, de una canción que sería un “palo”. Se fue disparado para los estudios de Codiscos y redactó de un tirón Plegaria vallenata, cantada por Alejo Durán, El Combo de las Estrellas y Daniel Santos. Con su caligrafía de niño de segundo de primaria –doña Silvia y Lina Marcela no dudan en calificarla de fea– dejó líneas memorables: Óyeme diosito santo/ Tú de aritmética nada sabias/Dime por qué la platica/ Tú la repartiste tan mal repartida.

A las afueras de Medellín, en la vía a Rionegro, quedan las oficinas de Discos Victoria. Tal empresa —junto a Codiscos, Discos Fuentes, Ondina y Sonolux— fue el epicentro del esplendor de la música parrandera y del sonido paisa —vituperado en el resto del país con el apelativo de chucu-chucu—. El gerente de Discos Victoria es Julián Quintero, nieto de Otoniel Cardona, uno de los artífices de muchos músicos antioqueños. Allí trabajó Joaquín Bedoya y se grabaron 86 de los 307 temas interpretados por Gildardo Montoya, en el cálculo de Fabio Nelson Ortiz. Por tal motivo no resulta extraño que en una carpeta del computador de Quintero haya unas cuantas sorpresas: canciones cantadas a capella por Montoya. Escuché tres, ninguna en los compases de parranda: Ni me llores ni te lloro, Palma sola y Recuerdo triste. La voz en esos archivos tiene un cariz diferente a la de sus himnos. Al oír Dele por ahí o El Trovador del Valle la audiencia imagina a un señor mayor, casi en el límite de la vejez. “Canta como un viejito”, dijo alguien a quien le pedí deducir la edad de Montoya a partir de sus clásicos. Un error: falleció joven. Ya sus hijos han vivido más calendarios que él.

La destreza de Montoya para explorar varios géneros musicales se tradujo en un amplio ramillete de hits: en un principio cultivó la ranchera y el corrido, quizás por su afecto a los llantos etílicos de José Alfredo Jiménez. Después llegaron los paseos, los merengues, los currulaos, los porros, las cumbias. Son las últimas las más escuchadas fuera de las fronteras nacionales. Un botón de muestra: el coleccionista Yair Velásquez —Ciudad Querétaro, México— habla de una canción que es un hit en el Norte del país Azteca: se trata de La silbadora, conocida allá con el título de Cumbia Campeona. Montoya es el monarca de los “sonideros” —bailes públicos callejeros—.

A diferencia de en Colombia, sus composiciones suenan el año completo en Monterrey, Nuevo León, Coahuila, Puebla, San Luis Potosí. Alrededor de esto hay toda una subcultura, la de los Kolombia y las cumbias “rebajadas”, retratada en el largometraje Ya no estoy aquí. La influencia de Gildardo Montoya en grupos mexicanos de cumbia trae a la mente el documental Searching for Sugar Man y los caprichos del azar para conceder laureles.

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En una casa llena de vinilos —Belén El Nogal—, Alberto Burgos confirma la trascendencia del legado de Gildardo Montoya: “Es un personaje de lo máximo en la música parrandera. Tenía una capacidad para la composición extraordinaria. El mantenía con un lápiz y un papel. Cualquier motivo le servía para componer”. Burgos ha publicado 16 libros: entrevistas con músicos, antologías de revistas antiguas, memorias familiares, libretos del programa radial Colombia bailaba así, emitido desde 1998 en Radio Bolivariana. Su sapiencia es una puerta abierta al pasado, a la época de los radioteatros y de las grandes orquestas de planta en los clubes de Medellín: la urbe de las industrias textiles, de los escenarios llenos para ver a los Niños Cantores de Viena y a Marian Anderson. En fin, la ciudad anterior al desmadre de la violencia partidista y el narcotráfico.

Cosas de paisas: en Antioquia la temperatura sirve de criterio estético para clasificar las canciones. Hay música fría y la hay caliente. La primera destila nostalgia, dolor, lamento. Se conecta con los Andes, con el Sur, con el despecho mexicano: los pasillos, los bambucos, las rancheras. “La música fría el campesino antioqueño la componía cuando estaba verraco, triste, aburrido y había peleado con la mujer”, dice Burgos. De ella se desprenden los éxitos de las hermanitas Calle, de Darío Gómez.

En contraste, la otra es la de la fiesta, la dicha. Tiene vínculos con la cadencia de las costas, con el grito errante de Guillermo Buitrago. “Esa es la parrandera paisa, la música bailable del campesino antioqueño”, dice.

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En las tarimas de discotecas y fiestas de pueblos Wilmar Montoya adopta el nombre de Gildardo Montoya Junior, puesto en los albores de la carrera por Darío Valenzuela. Luego de regresar a Medellín de una larga estancia en los Estados Unidos, decidió incursionar en el ritmo de la parranda, espoleado por la insistencia de Lina Marcela en la similitud de su registro vocal con el paterno. No debe ser fácil llevar sobre sí el peso de ser el hijo émulo. Quizá por ello antes de cada presentación efectúa un rito preciso: toma de golpe un doble de ron y le reza a la memoria de Gildardo Montoya. “Me alejo de todo y hablo con mi papá, le pido que me lleve de la mano y que me cuide”.

En su cuenta de Instagram hay un retrato sepia suyo —en versión bebé—sosteniéndose en un acordeón. Wilmar compone —tiene unas letras por ahí, en cuadernos o en computador—, pero prefiere montar con su grupo —requinto, guitarra, güiro, bongó y timbal— los éxitos del padre, una y otra vez vivificados por el gusto popular.

Más allá de esto, la familia Montoya Cruz conoce al mito, pero echa de menos al padre, al marido. Casi medio siglo después del 25 de noviembre de 1976, la nostalgia no le permite a doña Silvia Cruz asistir a los conciertos de Montoyita ni adornar con guirnaldas y bombillos de colores el balcón de su vivienda. Los muertos no se van, quedan en nosotros. Habitan los surcos del cerebro y las costuras del alma. Están ahí, siempre. “Cuando alguien se va, alguien queda”, escribió César Vallejo. A Gildardo Montoya esto le parecería una bobada. Hedonista, cantó: Estoy convencido que la vida es un sueño/ y no nos queda sino lo que gocemos.

CONTEXTO DE LA NOTICIA
PLAYLIST
OTROS CANTAN TEMAS DE MONTOYA
1. El Jefe —Daniel Santos— grabó Plegaria vallenata en 1981. Lo hizo con el sello de La Fania.

2. Aunque hay varios covers de Como yo soy tan raro, el de Miguel López es muy recomendado.

3. Montoya no alcanzó a escuchar grabada la canción La juventud, interpretada por Jairo Paternina.

4. En voz de Gabriel Romero, Maldita navidad es ya un himno de las fiestas de Nochevieja.

5. La Billo’s Caracas Boys encendió más de una parranda con los acordes y letra de Tren de seis.

 

 

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