Stefania Gozzer
BBC News Mundo.
Todos estaban cansados, pero fue Fran, grande y robusto, a quien las ampollas no lo dejaron continuar: “No, chamo, si quieren sigan ustedes. Yo me quedo aquí a dormir”.
Hacía tres días que se conocían, pero las 11 personas que lo acompañaban acordaron detenerse y pasar la noche al lado de aquella carretera que cruza el desierto peruano. “¿Cómo lo íbamos a dejar solo?”, dice Emiliano Villasana, de 25 años, que se había embarcado en aquella travesía junto a su pareja.
Eran alrededor de las diez y media de la noche y les dio confianza ver que cerca había más gente que había tomado la misma decisión.
Todos huían a pie de una Lima en cuarentena por la covid-19. Un lugar al que habían migrado en busca de mejores oportunidades.
Aquel grupo que ya descansaba al lado de la vía lo «tenía más fácil», dice Villasana.
En cuestión de pocos días, o tal vez de horas, estarían en casa, pues eran peruanos a quienes las medidas de confinamiento habían dejado desempleados.
Sin ingresos y, en muchos casos, desalojados por sus caseros, ahora desafiaban las prohibiciones de desplazamiento para regresar a sus provincias, donde al menos les esperaba un techo bajo el cual dormir.
A Villasana y a sus compatriotas, en cambio, les quedaban por delante más de 3.000 kilómetros de caminata atravesando Ecuador y Colombia hasta llegar a Venezuela; un trayecto que antes habían recorrido en sentido inverso movidos por la esperanza. Ahora, lo desandaban empujados por la desesperación.
Los 12 se acostaron a la orilla de la carretera en una especie de fila india. Villasana y su pareja se flanquearon con sus maletas en un intento por ganar privacidad.
Al día siguiente, el dolor y los gritos los despertarían de madrugada.
En la oscuridad, Villasana solo alcanzaría a ver las luces del camión cisterna que les pasaría por encima.
Su conductor seguiría de largo a toda velocidad, poniendo fin de manera abrupta no solo al viaje que había unido a esos 12 desconocidos, sino también a las vidas de tres de ellos.
El retorno
En muchos países de América Latina, miles de venezolanos han vuelto con sus bolsas y maletas a las carreteras pero, esta vez, no huyen de Venezuela, sino que buscan regresar a aquella nación azotada por la hiperinflación, la escasez de productos básicos y continuas crisis energéticas y sanitarias.
La explicación está en la precariedad laboral que sufren en toda la región: cuatro de cada cinco migrantes venezolanos en Latinoamérica no tenían un contrato a finales de 2019, según una encuesta hecha por Acnur, la Agencia de la ONU para los Refugiados.
«Es decir: o estaban trabajando de forma informal o trabajando en la calle o trabajando pero sin contrato, lo que les expone a un mayor riesgo en un periodo en el que muchas personas han perdido todos sus ingresos”, le asegura a BBC Mundo la portavoz de Acnur para la situación de Venezuela, Olga Sarrado.
A inicios de mayo, ya eran 22.654 los venezolanos que habían retornado, según dijo en televisión el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, que detalló que llegaban desde Estados fronterizos como Brasil y Colombia, pero también desde territorios más lejanos como Ecuador, Perú, México, República Dominicana y hasta Chile.
Muchos otros aún están en camino. En Perú, por ejemplo, 31.000 venezolanos abandonaron el país entre el 15 de marzo y el 11 de mayo, según le dijo a BBC Mundo la Superintendencia Nacional de Migraciones. De los 860.000 que había entonces, ahora quedan 829.000.
Es decir, que no solo desafían las restricciones de desplazamiento interno que hay en ese país sino también el cierre de fronteras impuesto desde el 16 de marzo.
Cuatro salieron ilesos, ocho acabaron bajo las ruedas
«Hemos observado que hay movimientos irregulares en casi todas las fronteras», afirma Sarrado, que advierte del «riesgo mayor» que supone moverse fuera de las vías legales, como el de caer víctima de redes de trata de personas.
A Emiliano Villasana y sus compañeros de travesía, en cambio, les alcanzó otro peligro: el 1 de mayo, a alrededor de las cinco de la mañana, un camión cisterna se desvió en el kilómetro 125 de la carretera Panamericana Norte en la oscuridad, invadiendo el arcén en el que descansaban los 12 migrantes venezolanos.
Villasana recuerda que dormía con los pies encogidos: «Pero claro, eso cansa, entonces decidí estirarlos».
«¡Recógelos!», le dijo su «mente», o «algo» que desconoce. Decidió hacerle caso a medias: «Recogí un pie y dejé el otro».
Momentos después despertaría por completo ante el sonido del camión, los llamados de auxilio y el dolor en el pie que había quedado extendido.
«Pensaba que me lo había volado. Lo tenía arropado y no quería vérmelo», rememora. Su pareja también fue alcanzada por el camión, que le pasó por encima de la pierna, rompiéndosela.
Cuatro salieron ilesos, ocho acabaron bajo las ruedas. Entre estos últimos, una mujer y dos hombres que fallecieron.
Villasana afirma que no fue hasta que el día aclaró que la ayuda llegó. A él lo subieron a una ambulancia con José Luis, un joven padre al que tres niños esperaban en Venezuela.
«Decía que no podía respirar», recuerda, «yo me tapé la cara para no ver». Los llevaron al hospital de Barranca, a 190 kilómetros de Lima.
José Luis no llegó vivo.
«Yo aquí no he tenido suerte»
Villasana usa desde entonces el teléfono de un muerto.
Lo sacó del pantalón de José Luis en el hospital: «Gracias a Dios lo tenía sin clave».
Intentó buscar el contacto de algún familiar cercano que no fuera su madre, pero hacía apenas tres días que se habían conocido y no sabía el nombre de ninguno de sus hermanos.
No le quedó otra que apretar el botón de llamar que aparecía sobre el contacto grabado como “Mamá”.
Tras darles la noticia, la familia de José Luis le permitió a Villasana quedarse temporalmente con el celular porque él no tiene uno. El suyo lo vendió antes de salir de Lima en un intento desesperado por pagar el alquiler y no ser desalojado.
«Yo aquí no he tenido suerte», confiesa tras uno de los pocos silencios que hace durante la entrevista. Es su respuesta a la pregunta de si considera un error haber migrado a Perú.
En Venezuela, vivía en la localidad de Barcelona, a orillas del Caribe, donde trabajaba en una agencia naviera como encargado de adquirir provisiones para barcos.
Se pasaba el día «bachaqueando», como llaman los venezolanos a la necesidad de recorrer los desabastecidos mercados de la ciudad para poder completar la lista de la compra. Solo que él lo hacía a gran escala para buques petroleros y de pesca.
«Era un trabajo fuerte porque yo andaba comprando a veces hasta las doce de la noche y al otro día ya me tenía que levantar a las cinco de la mañana para ir al mercado», recuerda.
«Acá yo veo que explotan mucho»
Después de que la empresa redujera personal, estuvo varios meses sin trabajo hasta que Edison, su «pana», le aconsejó que se fuera a Perú, donde él llevaba ya un mes viviendo.
Así fue como a inicios de junio de 2018, se embarcó en un viaje de cinco días subiendo y bajando de autobuses hasta llegar a Lima, una ciudad de la que ahora no guarda buenos recuerdos.
«La gente de Lima es muy mala».
Él y su pareja empezaron trabajando en un chifa, como se le dice en Perú a los restaurantes de tradición china. Él lavaba los platos y ella atendía las mesas.
«Me ponía a ayudarlo para aprender a freír y eso. Pero claro, el chino vio que yo ayudaba y quiso ponerme más trabajo», afirma.
«Sacó a unos de sus mozos y dejó a mi pareja sola. Imagínese, ella iba presionada para acá, para allá. Así que yo salía a ayudarla: entraba, lavaba y salía… Claro, él diría: ‘Con estos dos ya atiendo todo».
«Y el día que ella descansaba, yo tenía que hacer todo».
Villasana relata cómo fue encadenando trabajos sin contratos de seis días a la semana a los que renunciaba cuando las condiciones se le tornaban insoportables: «Lo que pasa es que acá yo veo que explotan mucho».
«Ganaba 33 soles al día y a veces me descontaban 50»
Al chifa le siguió un empleo cosiendo mochilas que ambos tuvieron que abandonar después de que el jefe intentara besar a su pareja.
Luego volvió a lavar platos pero en una cebichería donde le descontaban dinero a todo el personal de un área cada vez que alguno de los trabajadores se equivocaba: «Yo ganaba 33 soles al día y a veces me descontaban 50, así que había días en los que trabajaba gratis».
Incluso intentaron ser independientes, invirtiendo en un carrito sanguchero para vender hamburguesas en la calle.
«Pero como no teníamos nevera, no nos fue bien. Más bien tuvimos pérdidas porque se nos dañaban las cosas», lamenta. Si emprender ya es de por sí un reto, hacerlo desde una habitación, sin cocina y compartiendo baño con otras tres familias lo convierte en una odisea.
Cuenta que cuando llegó la pandemia, acababan de ser estafados por alguien que los llamó para pintar paredes juntos y luego desapareció con lo cobrado.
Los venezolanos salen de su país para poder trabajar y enviar dinero a casa, pero ellos habían llegado al punto en que eran sus familiares en Venezuela quienes les mandaban remesas para que pudieran sobrevivir en Lima.
Los 170 soles (US$50) que la madre de su pareja les envió no les bastó para pagar el alquiler, que costaba 230 soles (US$67).
«Decidimos darle al señor del alquiler 100 soles y nos quedamos con 70 para comer», recuerda. «A los días ya nos estaba preguntando si teníamos más».
Un 90% vive de la economía informal
Garrinzon González, director de la ONG Unión Venezolana en Perú, le explica a BBC Mundo que, durante la pandemia, los desahucios se han convertido en el «mayor problema» que enfrenta la comunidad de inmigrantes venezolanos.
«El 90% de los venezolanos en Perú viven de la economía informal… y a la mayoría se les está haciendo difícil con la pandemia porque viven de los ingresos que hacen día a día», le dice a BBC Mundo Carlos Scull, el embajador para Perú nombrado por Juan Guaidó, líder opositor autoproclamado presidente interino de Venezuela.
«Nosotros hicimos un censo de vulnerabilidad desde el primer día en que comenzó el decreto de emergencia y hemos identificado a alrededor de 55.000 familias que están en peligro de desalojo inminente de sus viviendas«, asegura.
Olga Sarrado, de Acnur, recuerda que en momentos en los que se urge a la población a confinarse en sus casas, quedarse sin techo puede resultar un arma de doble filo:
«Cuando estás en la calle es muy difícil cumplir con el autodistanciamiento físico. Supone un riesgo de salud pero también de que haya actos de xenofobia contra los refugiados», dice.
Cuando vio que el confinamiento se alargaba, el casero de Villasana convocó a los inquilinos de las cuatro habitaciones y tres departamentos que alquilaba en un inmueble del distrito de San Juan de Lurigancho.
«A mi pareja le dijo: ‘O se salen por las buenas o se unen en un cuarto dos parejas, pero me pagan igualito todo lo que deben», afirma Villasana.
«Así que decidimos irnos… Lo pensamos durante días, pero no teníamos otra opción«.
Recuerda haber visto a una familia de venezolanos viviendo en la calle: «Pasaron todo sucios, con la niñita en los brazos. Imagínese llegar a esa situación, nosotros dijimos: ‘No, vámonos».
«¡Qué íbamos a pensar que íbamos a tener ese accidente!».
El viaje
El día acordado fue el 28 de abril. El lugar, el centro comercial Plaza Norte. De los 60 venezolanos que debían acudir, solo aparecieron 20. Entre ellos, estaban Emiliano Villasana y su pareja.
Todo había sido coordinado a través de un grupo de WhatsApp surgido en una página de Facebook para venezolanos en Perú.
El grupo empezó avanzar con la esperanza de conseguir aventones, pero la competencia era dura.
«Había mucha gente caminando: peruanos con niños, mucha gente que se iba a sus provincias, además de los venezolanos», afirma Villasana. «Descansábamos un ratico y nos pasaban como cinco grupos. La gente se está yendo a diario«.
De los 32 millones de habitantes que hay en Perú, casi un tercio vive en Lima Metropolitana, una consecuencia de un éxodo rural que se intensificó en las últimas cuatro décadas.
La precariedad laboral y los desalojos no solo afectan a los venezolanos: en Perú, el 72% de los trabajadores depende de la economía informal y el gobierno estima que nueve millones de personas forman parte de una familia donde, si no se trabaja hoy, no se come mañana.
Si bien el Estado peruano ha diseñado ayudas económicas para esta población, muchos han quedado fuera. Por eso, al menos 200.000 personas quieren salir de Lima y volver a sus provincias, según el listado elaborado por las autoridades, que intentan coordinar un retorno seguro.
Pero quienes no pueden darse el lujo de esperar ya han tomado las carreteras en todas las direcciones: norte, sur, Andes, selva Amazónica…
Algo que ha despertado la preocupación de muchas poblaciones en las que aún no hay casos de coronavirus, como le explica a BBC Mundo el alcalde de un pequeño pueblo andino de 1.000 habitantes ubicado en el departamento de Huancavelica: «Hemos cerrado la entrada a la comunidad y nos turnamos para vigilar 24 horas al día».
“Ya cuando uno sale de Lima, la gente ayuda bastante»
Los venezolanos no tienen acceso a estas ayudas estatales, como explica Carlos Scull, que cree que casos como el de Villasana y sus compañeros de viaje dejan una lección que se puede aplicar a toda América Latina:
«Cuando decimos que el virus no distingue de nacionalidades, también es importante que no se distinga en estos casos [en materia de ayudas]».
«Si queremos que todos se queden en casa para vencer la pandemia, tenemos que considerar que hay que tratar de ayudar a todos los que están dentro de un territorio para lograr ese objetivo», explica.
Inmigrantes como Villasana han demostrado tener más miedo a quedarse en la calle que al nuevo coronavirus.
Por teléfono desde un restaurante venezolano en la ciudad costera de Barranca donde sus compatriotas le han dado cobijo hasta que se recupere, Villasana recuerda las energías del primer día de viaje.
El grupo evitaba peajes por miedo a ser parados por la policía, hasta que un camión del Ejército los detuvo en el camino. Lejos de reprenderlos por saltarse la cuarentena, los militares les regalaron gaseosas.
«Ya cuando uno sale de Lima, la gente ayuda bastante», asegura Villasana. «Hay carros que andan en la vía con comida. Se paran y dicen: ‘Mira, vengan a almorzar’. Te dan comida, te dan fruta».
Aquel primer día, parte del grupo consiguió subirse a un camión y así fue como la caravana acabó reducida a 12 viajeros.
«Estábamos locos por irnos»
La primera noche la pasaron en una gasolinera. La segunda, iban caminando por la carretera alumbrándose con sus celulares cuando una mujer se les acercó a ofrecerles su casa: «Una señora muy humilde, como agradecimiento le dejamos la comida que nos habían regalado».
«Las condiciones del viaje de regreso son muy duras«, dice Scull, que cree que hay que estar muy desesperado para intentar volver a Venezuela en estos momentos.
«Las fronteras están cerradas, de hecho la de Ecuador con Perú está militarizada. Ya estamos en el mes de mayo y eso quiere decir que las temperaturas están comenzando a bajar», a lo que él suma la posibilidad de sufrir «violaciones de derechos humanos» por parte del gobierno de Maduro.
«Estábamos locos por irnos», admite Villasana, que recuerda el cansancio del tercer día.
Caminaron hasta más tarde de lo normal por un fallo de Google Maps, que les calculaba la ruta una y otra vez, mostrando cada vez más lejos el peaje al que querían llegar.
Fue entonces cuando Fran dijo que no podía más y el resto se negó a dejarlo solo.
Para Villasana, el orden en que se acostaron decidió sus destinos: «Murieron los tres primeros de la fila«.
Del resto, algunos ya regresaron esta semana a Venezuela en un avión enviado por el gobierno de ese país, que ha reactivado el Plan Vuelta a la Patria.
Él, sin embargo, aún se recupera de sus heridas en el pie mientras espera que a su pareja le operen la pierna.
Así que sus planes de regresar a casa, donde le esperan sus hijos de dos y tres años, se encuentran suspendidos por el momento, comenta acompañado de su “pana” Edison, que burló la cuarentena para ir a Barranca a verlo.
«No sé si están pasando estas cosas porque Dios no quiere que uno no se vaya o no sé…», reflexiona al teléfono.
«Yo quisiera irme», dice con tristeza, pero añade que su pareja tardará meses en sanar y que no se piensan mover hasta que esté completamente recuperada.
«Con tantas cosas que me han pasado, yo digo: ¿cuándo me irá a llegar la suerte a mí?».
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